Mi padre vive en un chalet en el monte cerca del mar. Cuando le pregunto el porqué de esa casa, siempre me contesta que le encanta poder ver el azul del agua desde su ventana. Tiene la costumbre de sentarse en una butaca del jardín para ver el mar en el horizonte mientras trabaja.
Lo curioso es que aunque desde la casa efectiva- mente se ve el mar, para verlo nuestros ojos tienen que pasar primero por decenas de chalets como el suyo, después cruzar la autopista, una carretera, varios tendidos eléctricos, alguna nave industrial y finalmente unos edificios costeros. Pero mi padre selecciona lo que su ojo ve. Elimina lo que no le interesa y se con- centra en lo que le gusta.
Creo que esta capacidad de visión selectiva es omnipresente en nuestra sociedad. Según Joan Nogué [1], Catedrático de Geografía Humana de la Universidad de Girona y director del Observatori del Paisatge de Catalunya, “solo vemos los paisajes que queremos ver, los que responden a nuestra idea tradicional de paisaje”.
Yo no tengo esa capacidad. Cuando observo un paisaje no puedo dejar de fijarme en todos y cada uno de los elementos que lo componen. Esto no significa que un paisaje alterado por la mano del hombre no me resulte atractivo. Simplemente creo que el hecho de acercarme al paisaje como fotógrafo ha facilitado mi aceptación de estos nuevos elementos que lo conforman.

Este proyecto tiene el objetivo de hacer visible lo que muchas veces la mente omite. Hay que aceptar que nuestras intervenciones modifican el territorio y, por ende, el paisaje. Muchas actuaciones urbanísticas han demostrado ser inviables, ineficaces o innecesarias. Y ahora que la fiebre del ladrillo se ha frenado, nos encontramos con un paisaje lleno de construcciones, muchas veces abandonadas o en desuso.
No quiero criticar esta situación, ya que lamentarse por el paisaje perdido no tiene sentido. Desgraciadamente no podemos volver atrás y no vamos a derribar las urbanizaciones abandonadas, los polígonos industriales vacíos ni los aeropuertos que no funcionan, básicamente porque no tenemos los recursos necesarios.
Hay que admitir que estos elementos forman ya parte de nuestro paisaje y debemos aceptarlos como tal, igual que aceptamos los restos de la guerra civil o de culturas antiguas. Son monumentos a una época de opulencia urbanística, de mala gestión y planificación. Y deberían servir, al menos, como recordatorio de cómo no se debe actuar, y para concienciar sobre la necesidad de normativas que protejan el paisaje y preserven los pocos lugares que quedan intactos.
Proyecto sobre la pérdida de identidad del paisaje en la península Ibérica, realizado durante el año 2013 y publicado en 2016.
[1] NOGUÉ, Joan. Territorios sin discurso, paisajes sin imaginario. Retos y dilemas. Ería. Oviedo. 2007
(c) Photographs and text by Borja Ballbé