La contemplación de los paisajes salvajes nos provoca con frecuencia gran atracción y placer. Algunas escenas naturales nos impresionan y hacen que nos sintamos completamente superados por su belleza o amplitud. Nos atraen, entre otros motivos, porque tienen una escala que desborda las capacidades humanas.
Fueron algunos pensadores, poetas y artistas prerrománticos y románticos los que en los siglos XVIII y XIX aprendieron a valorar tal sentimiento de insignificancia ante los grandes espectáculos naturales y las grandes catástrofes, esa fascinante atracción del abismo, de lo desconocido, de lo inhóspito, y no civilizado que, en conjunto, llamaron «sublime». Edmund Burke, Immanuel Kant, Caspar David Friedrich o J. M. W. Turner encontraron en estos paisajes una enorme fuente de inspiración y catapultaron lo sublime como concepto y práctica cultural a categoría central del pensamiento occidental.
Ahora bien, en la actualidad, otros signos y escenarios han venido a suplir a los que existían antaño, provocando experiencias distintas a las procedentes del pasado. La mayoría de los océanos, desiertos, cumbres o volcanes que, en palabras del filósofo italiano Remo Bodei, humillaban con su amplitud y amenazaban con su poder, estos paisajes a los que tanto se temía antes del siglo XVIII, hoy son sumamente valorados y protegidos, y a la vez son vendidos por empresas de videojuegos o agencias de viajes a turistas y seres ociosos que quieren vivir tales experiencias sin correr ningún riesgo. Incluso los desiertos y espacios abiertos que en la década de los sesenta y setenta inspiraron a Robert Smithson, Walter de Maria y demás artífices del land art, han terminado convirtiéndose en meros productos turísticos.
Así, la contemporaneidad ha creado nuevos paisajes, que han dejado de ser «naturales» para convertirse en «macrourbanizados», y que son capaces de generar sensaciones contradictorias, de grandiosidad, de sorpresa o de euforia, a menudo difíciles de entender, pero no por ello menos seductoras. Son paisajes que repentinamente nos inquietan y extrañan, pero que también nos atrapan y cautivan. Pero lo interesante del caso es que pone de manifiesto que lo sublime contemporáneo ya no solo es una cuestión estética. La huella humana está tan presente en todas partes que, de algún modo, remite a toda una compleja red de relaciones éticas y políticas con la naturaleza.
Fue viajando por diferentes partes del mundo cuando me pregunté si no estábamos asistiendo a una auténtica renovación de lo sublime. Al fin y al cabo, ¿qué quedaba si quedaba algo de los paisajes sublimes del siglo XVIII? ¿Habíamos desconectado de ellos? ¿Hacia dónde estaban migrando las experiencias sublimes? ¿Ante qué nuevos escenarios la razón ya no bastaba para explicar la experiencia vivida? Al contrario, recodificar lo sublime ¿no podría engendrar una actitud más respetuosa hacia otros paisajes? Y, en relación con ello, ¿no son hoy las tecnologías de la comunicación, el maltrato a los recursos naturales, la aceleración incesante, las guerras, la exploración del espacio o el terrorismo global, los nuevos catalizadores de lo sublime? ¿Qué sensaciones evocan en la población este tipo de espacios? ¿Puede hoy el clamor popular ayudarnos a repensar lo considerado sublime? Incluso podríamos preguntar- nos hasta qué punto no estamos ya configurando una categoría de lo sublime 2.0.
Poco imaginaba, por ejemplo, que al llegar al final del Cap Blanch, al sur de la ciudad de Nouadhibú, en Mauritania, me iba a encontrar con una de las escenas más inquietantes y sorprendentes que haya visto en mi vida. Se trataba de un auténtico cementerio o de un vertedero, según cómo se mire de cientos de embarcaciones colosales; algunas semienterradas en la arena, otras formando improvisados arrecifes, y de las que los mauritanos aprovechaban todos los restos para construirse sus propias casas en la ciudad. Una imagen perturbadora de los restos de una civilización supuestamente avanzada, nuevas ruinas como metáforas del dilema de esa existencia moderna siempre a la espera de nuevas lecturas.
Algo parecido me ocurrió en la antigua prisión de máxima seguridad de Rummu, en Estonia. Una irresistible curiosidad me hizo escalar aquella montaña brutalmente artificial, construida con los materiales extraídos de una cantera por los propios presos del régimen soviético, que me separaba de aquel lugar perturbador, asolado por silencios crípticos y fantasmas del pasado. Desde lo alto se veía un lago artificial que en 1991 «ahogó» los antiguos edificios, muros y hangares de la prisión, y con ellos sus historias de horror, brutalidad y sufrimiento. Contemplar esta laguna era una experiencia estremecedora e indecible.
Contradictorias, dispares, surrealistas, muchas de estas escenas están cargadas de capas, valores y significados, están repletas de elementos invisibles, que en los mapas no se recogen. Esta irrepresentabilidad (e impresentabilidad) es a la vez la expresión de lo sublime nuevamente actualizada.
Del mismo modo que la generación de Friedrich o Turner se quedó fascinada por el carácter «inhumano» de la naturaleza y por territorios salvajes que hasta aquel momento habían sido evitados, hoy descubrimos nuevos paisajes no necesariamente lejanos, sino incluso cotidianos difusos, ambiguos, opacos, a veces impenetrables, que no siempre despiertan interés entre la población. La potencia visual y simbólica de los grandes espacios industriales abandonados, de las franjas urbanas periféricas desoladas, de los edificios destruidos, de las macroconcentraciones publicitarias, de las construcciones banales o inhabitables, de las ruinas contemporáneas expectantes, o de los lugares que evocan la muerte despiertan estados ambivalentes, sensaciones de incertidumbre, perplejidad, junto a la más explícita fascinación.
Pere Sala i Martí, Sant Feliu de Guíxols, 1975
Director del Observatorio del Paisaje de Cataluña
“Lo sublime contemporáneo. Paisajes de la perplejidad” (Àmbit, 2018)
© Texto de Pere Sala