VI – LA REALIDAD Y SU REPRESENTACIÓN
Empezaré con un ejemplo anecdótico, pero no por ello menos significativo: la proliferación, en los últimos tiempos y en las principales vías de entrada de muchos pueblos y ciudades, de enormes carteles publicitarios en los que se anuncia, ni más ni menos, que la propia localidad a través de una fotografía de la misma. Se trata de una fotografía de dimensiones colosales en la que se muestra la imagen más típica y estereotipada de la ciudad o el pueblo en cuestión. Lo curioso del caso es que estos paneles informativos suelen estar emplazados de tal manera que se percibe, a la vez, el paisaje real y el representado, el original y la copia, hasta el punto de que uno no sabe muy bien qué mirar primero ni cómo mirarlo, puesto que las dos imágenes (la real y su correspondiente representación) son la misma, al menos aparentemente. Me pregunto qué sentido tiene esta estrategia comercial y turística de los lugares y de sus paisajes basada en la reiteración, en la redundancia comunicativa, en un obvio juego de espejos entre realidad y ficción.
Desde mi punto de vista estos carteles son una muestra más de que, efectivamente, nos hallamos ya de lleno en una sociedad de la visualización inducida, en la que la construcción de imágenes y, por descontado, de paisajes, ha triunfado. Las imágenes del paisaje son tan extraordinariamente cotidianas en nuestro universo visual que han llegado a orientar nuestra percepción de la realidad. Y así, hoy día, en el proceso de apreciación estética del paisaje, lo que se sabe (la información visual sobre el paisaje) condiciona y cuestiona lo que se experimenta (la propia vivencia del paisaje). La mayoría de la gente califica como bello un paisaje cuando puede reconocer en él un antecedente avalado mediáticamente y, de hecho, el éxito o el fracaso de la experiencia turística, por poner sólo un ejemplo, dependerá, en buena medida, del nivel de adecuación de los paisajes contemplados «en directo» a aquellas imágenes de los mismos que previamente se nos indujo a visitar y a conocer desde una revista, un documental de televisión o una agencia de viajes.
He ahí la definitiva mercantilización de los lugares y de sus paisajes, tan propia de las sociedades y de las economías postmodernas y postindustriales. Una de las paradojas fundamentales de la postmodernidad (en el marco de la crisis de la autenticidad) es la clara diferenciación entre la realidad y su representación y la correspondiente celebración de la inautenticidad, algo muy en línea con la filosofía que inspira los parques temáticos. En su novela Inglaterra, Inglaterra, Julian Barnes (1999) desarrolla con lucidez esta tensión entre lo auténtico y lo simulado, entre el original y la copia, sirviéndose para ello de un parque temático.
Más allá de los parques temáticos propiamente dichos, parece claro que vamos camino de la tematización del conjunto del paisaje y es desde esta perspectiva desde la que quizá se interpreten mejor los mencionados carteles. Se nos enseña lo que ya podríamos ver por nosotros mismos no por puro citymarketing barato, ni porque seamos idiotas, sino porque, de acuerdo con lo dicho hace un momento, el paisaje real, para adquirir más relevancia, deber ser «mediatizado»; debe pasar por el poderoso filtro de la imagen, a ser posible estereotipada (y, aún mejor, arquetípica). El consumo de los lugares no es completo si antes no hemos consumido visualmente sus imágenes, como ya desarrolló en su día John URRY (1990) al explorar a fondo lo que él denominaba la «mirada turística», en el marco de una sugerente semiótica de la imagen visual. Sucede con el paisaje algo parecido a lo que, en relación con la fotografía, ya avanzó en su momento Walter Benjamin y que más tarde desarrolló Kenneth GERGEN en El yo saturado (1992):
El paisaje real se ve substituido cada vez más por su imagen, por su simulacro mediático, olvidando que los paisajes, en palabras de Eduardo Martínez de Pisón, son rostros que revelan formas territoriales y que su verdadera aprehensión precisa de una sensibilidad vivencial y cultural que se genera con mucha más facilidad a través de la auténtica percepción sensorial integral, sólo posible mediante el contacto directo entre el individuo y su entorno.
El caso expuesto a modo de ejemplo de estos carteles publicitarios nos remite a algo mucho más serio y complejo: los arquetipos paisajísticos. Parece demostrado que, a menudo, la contemplación del paisaje real contemporáneo está teñida de un paisaje arquetípico transmitido de generación en generación a través de múltiples vías y caminos (pintura de paisaje, fotografía, escuela, medios de comunicación). La falta de legibilidad y la pérdida del imaginario paisajístico de muchos paisajes contemporáneos tiene mucho que ver, de hecho, con lo que podríamos calificar de «crisis de representación», es decir el abismo cada vez mayor entre el paisaje arquetípico transmitido de generación en generación y el paisaje real, cada vez más homogéneo y banal, sobre todo en las periferias urbanas y en las áreas turísticas. Este paisaje arquetípico se habría generado en el marco de un proceso de «socialización» del paisaje que tendría lugar en un momento determinado de la historia y que sería impulsado por una élite cultural, literaria y artística procedente de un determinado grupo social, que elaboraría una metáfora y la difundiría al conjunto de la sociedad.
Está por ver, claro está, si la imagen seleccionada era la mayoritaria y cuáles se dejaron de lado, porque debemos admitir que todas ellas, en tanto que representaciones sociales del paisaje, tienen (tenían) la misma legitimidad social. Sea como fuere, lo cierto es que se produce una socialización de un paisaje arquetípico que nos ha llegado hasta hoy a través de diversas imágenes que han creado un imaginario colectivo, compartido y socialmente aceptado. El arquetipo paisajístico inglés, por ejemplo, sigue siendo muy potente y, en él, el pasado tiene un peso enorme. Es conocida la habilidad típicamente inglesa para saber mirar el paisaje a través de sus asociaciones con el pasado y para evaluar los lugares en función de sus conexiones con la historia. Un paisaje bucólico, pintoresco, ordenado, humanizado, verde y con bosques caducifolios conforma el ideal de belleza paisajística para la mayoría de los ingleses. El paisaje es aquí concebido casi como una vieja antigüedad. David MATLESS (1998), en su libro Landscape and Englishness, va más allá y muestra cómo el paisaje típicamente inglés es un elemento fundamental de la «anglicidad», es decir la esencia de lo inglés. En Francia, Yves LUGINBHUL (1989), Augustin BERQUE (1990 y 1995), Alain ROGER (1997) y sobre todo Pierre NORA (1984) en el libro colectivo Les Lieux de mémoire, entre muchos otros y cada uno a su manera, también apuntan en la misma dirección.
En Cataluña, los estudiosos del modernismo y del denominado noucentisme, han llegado a la misma constatación (MARFANY, 1995). Entre finales del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX se establecieron las bases del pensamiento catalanista contemporáneo. Estas bases se caracterizan, entre otros aspectos, por contener dos raíces hasta cierto punto contradictorias, también en términos paisajísticos: la del modernismo y la del noucentisme. La primera responderá a los cánones del nacionalismo romántico de inspiración germánica; la segunda, a un nacionalismo clasicista lleno de referencias a la mediterraneidad y de apariencia más cívica y de acción. Las dos perspectivas han tenido una notable difusión e incidencia desde un punto de vista territorial y paisajístico, aunque demasiado a menudo esta dimensión pase desapercibida. Grosso modo, el modernismo y el noucentisme generaron los dos arquetipos paisajísticos con los que Cataluña ha convivido a lo largo del último siglo: el de la Cataluña verde, húmeda, pirenaica, de montaña, impulsado por la Renaixença y recogido en buena parte por el modernismo, y el de la Cataluña mediterránea, marítima, soleada e intensamente humanizada generado por el noucentisme. Dos arquetipos que se han ido alternando, en algunas ocasiones complementándose y en otras excluyéndose. ¿Cuál ha sido el arquetipo predominante? ¿Cuál de los dos discursos paisajísticos ha sido el preferido? Desde mi punto de vista y si nos situamos en el registro estrictamente ideológico y político, el primero; hegemónico, creo, aún hoy, porque, de hecho, la recuperación de las instituciones democráticas catalanas a partir de 1978 significó no tanto una renovación del discurso ideológico identitario de carácter territorial y paisajístico, como una recuperación de aquellas bases generadas siete décadas antes y, más concretamente, el enaltecimiento del paisaje arquetípico de la montaña y, por extensión, de la Cataluña vieja, y en términos de patrimonio arquitectónico una absoluta predilección por el arte románico y el gótico y un casi desprecio por el barroco y el neoclasicismo.
Me atrevería a afirmar, además, que la preeminencia del arquetipo paisajístico ya mencionado ha tenido efectos geopolíticos internos indeseables, al infravalorar el paisaje de la Cataluña no asociada al patriotismo, la que no fue escenario de las gestas medievales ni de sus mitos épicos: la Cataluña seca, los territorios del sur del país. Se quejaba a menudo de ello el geógrafo Josep Iglésies, un hombre del sur, al constatar que ni las guías del Centro Excursionista de Cataluña dedicaban la atención debida a la zona, en contraste con una Cataluña vieja muy bien representada desde este punto de vista. Una Cataluña vieja (sobre todo la pirenaica y prepirenaica) en la que encajaba bien el estereotipo paisajístico suizo, que se convirtió en eslogan turístico y que, curiosamente, se aplicó a diferentes valles y comarcas (ROMA, 2000). El valle de Camprodon era la «Suiza de los barceloneses» en palabras de Carles Bosch de la Trinxeria, pero Víctor Balaguer la aplicó a la Cerdaña, Josep Pleyan de Porta la utilizó para describir el Valle de Aran, Dolors Moncerdà de Macià se sirvió de la misma imagen para cantar la belleza del lago de Banyoles y, en 1908, mosén Gelabert irá más allá y titulará su conocido itinerario turístico por la comarca de Olot Guia il·lustrada d’Olot y ses valls. La petita Suissa Catalana.
Los paisajes de referencia que se desprenden del arquetipo paisajístico mayoritario siguen hoy marcando la pauta, aunque es cierto que algunas acertadas decisiones tomadas en el ámbito de las políticas territoriales y ambientales y también de las estrategias turísticas han dado su fruto y han permitido incorporar al club de los paisajes de referencia estereotipados algunos paisajes inexistentes hace solamente treinta años. Me refiero, por ejemplo, a los paisajes de los humedales (los del Ampurdán y los del Delta del Ebro) o los de la viña (pensemos en la Ruta del Císter y en el Priorato), por no hablar de algunos otros ejemplos geográficamente más limitados, como el paisaje volcánico de la Garrotxa, prácticamente olvidado hasta hace tres décadas. La famosa escuela de pintura paisajística de Olot no reflejó de una manera evidente y explícita la dimensión volcánica de la zona, mientras que ahora es la que atrae a los visitantes y la que da sentido y coherencia al primer parque natural que se declaró en la Cataluña democrática, el de la zona volcánica. Así, pues, los paisajes de referencia se han ampliado, incorporando incluso algunos núcleos urbanos, como el casco antiguo de Girona, entre otros. Eso es cierto y bueno, porque muestra que disponemos de un imaginario colectivo aún relativamente permeable, pero no resuelve el reto que tenemos delante y que planteaba hace un momento: el abismo entre el paisaje representado y el paisaje real y la incapacidad de generar nuevos paisajes con los que la gente se pueda identificar; nuevos paisajes de referencia, en definitiva.
VII – A MODO DE CONCLUSIÓN
¿Y qué ocurre en este punto, entrando ya en las consideraciones finales, en relación con aquellos paisajes que han sufrido intensas y bruscas transformaciones, como ya hemos comentado hace un momento?
Sencillamente, en ellos el abismo entre realidad y representación crece mucho más y la crisis de representación del paisaje arquetípico al que estábamos acostumbrados y que ya no se corresponde con la realidad, se hace aún mayor. Si eso es así, debemos admitir que tenemos un gran desafío, por no decir un problema: el de ser capaces de dotar de nueva identidad a estos nuevos paisajes o, lo que es lo mismo, el de generar nuevos paisajes con los que la sociedad pueda identificarse. Algunos nuevos paisajes deben poder ser objeto de representación social si queremos resolver esta fractura actualmente existente entre el paisaje real y el paisaje representado.
Hasta ahora, y más allá de los núcleos urbanos compactos, no hemos sido capaces de dotar de identidad (la que sea) a unos paisajes caracterizados en su mayor parte por su mediocridad y banalidad. Nos hemos atrevido a proponer intervenciones paisajísticas que no han ido mucho más allá de la pura jardinería, porque no estaban soportadas por un nuevo discurso territorial y, por lo tanto, no nos hemos atrevido a experimentar nuevos usos y cánones estéticos. Puede que haya faltado imaginación, creatividad y sentido del lugar, pero lo cierto es que no hemos sido capaces de generar nuevos paisajes con los que la gente pueda identificarse, nuevos paisajes de referencia; no hemos sido capaces de reinventar una dramaturgia del paisaje, en palabras de Paul Virilio. Existe, sin duda, una clara sensación de divorcio, de disociación entre paisaje real y paisaje representado, lo que sugiere la necesidad de hacer algo al respeto, sobre todo en estos paisajes tan fracturados y banalizados a los que aquí hemos aludido. Mi impresión personal es que en estos momentos hay sobre la mesa tres vías, tres opiniones al respecto, tres alternativas, que se traducen también en tres actitudes diferentes:
Joan Nogué, Els Hostalets d’en Bas, 1958.
Catedrático de Geografía Humana, Universitat de Girona.
Ería: Revista cuatrimestral de geografía, nº73-74, 2007.
(c) Texto por Joan Nogué